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¿Cómo las violencias letales están afectando a niñas y adolescentes en Nicaragua?

Escribir esta reflexión no fue sencillo. Por un lado, porque es una pregunta compleja que  no cuenta con una respuesta única, y por otro lado, porque el dolor, la rabia, el desconsuelo  y las ganas de quemar todo se hicieron presentes en mi cuerpo a medida que revisaba los  datos que les quiero compartir hoy. 

A las mujeres, a las niñas, a las adolescentes, nos están matando física y simbólicamente  todos los días; diría que es una barbarie, pero en realidad solo es el reflejo de la normalidad  de nuestra sociedad, en donde los cuerpos de las mujeres y de los cuerpos feminizados,  como los de las niñas son desprovistos de su humanidad y, por tanto, de su derecho a la  vida.

A lo largo de sus vidas, las mujeres y las niñas sufren diversos tipos de violencia en todos  los ámbitos: en el hogar, en el espacio público, en la escuela, en el trabajo, en el  ciberespacio, en la comunidad, en la política y en las instituciones. Esta violencia es tanto  causa como consecuencia de la desigualdad y de la discriminación de género.

A partir de la aparición de la COVID-19 y su consecuente pandemia, el temor por el contagio  de esta enfermedad llevó a países a nivel mundial a tomar medidas de confinamiento para  la protección de la salud física. En Nicaragua no se tomaron estas medidas a nivel estatal,  pero si se hizo el esfuerzo colectivo de “resguardarnos” en nuestras casas para tratar de  minimizar, al menos, las oleadas de contagio que se estaban esperando. 

La cuestión es que, al tomar estas medidas, a nivel mundial experimentamos un aumento  de otra pandemia que afecta a más de la mitad de la población: la violencia contra las  mujeres y los cuerpos feminizados. 

El autoconfinamiento vino a avivar la tensión y el estrés generados por preocupaciones  relacionadas con la seguridad, la salud y el dinero en toda la población. Pero principalmente  reforzó el aislamiento de las mujeres que tienen compañeros/familiares violentos,  separándolas de las personas y los recursos que mejor podían ayudarlas en situaciones de  violencia. Que no nos quede espacio para la duda: antes de que existiera el COVID-19, la  violencia contra las mujeres en todos los espacios, pero principalmente en el espacio  privado, ya era una de las violaciones de los derechos humanos más flagrantes.

Por supuesto que el autoconfinamiento por razón de la pandemia ha sido la situación  perfecta para los hombres de ejercer un comportamiento controlador y violento en el  espacio privado. Según organizaciones internacionales el hecho es que las mujeres ya  viven en permanente condición de violencia, esta se acrecienta con el confinamiento  debido a las relaciones desiguales de poder que viven con sus parejas hombres.

La violencia machista afecta a un gran número de mujeres, niños y niñas en la región. En  Latinoamérica y el Caribe, alrededor de 1 de cada 3 mujeres informan violencia de pareja  física y/o sexual o violencia sexual por cualquier agresor durante toda su vida. 

Una de las máximas expresiones de violencia contra las mujeres es el femicidio, perpetrado  por la pareja o expareja. Este es el último acto de un continuum de violencia, que culmina  en el asesinato de una mujer a manos de su pareja o de un extraño, y que puede suceder  en el ámbito público como en el privado.

Organismos de derechos humanos y el movimiento de mujeres a nivel internacional, han  señalado que “los femicidios cada vez son más por falta de medidas de prevención y  protección efectiva a la víctima”.

Según datos recopilados por el Observatorio por la Vida de las Mujeres, en 2020 el número  de femicidios en Nicaragua alcanzaron la cifra de 75 mujeres y niñas asesinadas. Entre las  causas del aumento de los femicidios se destacan, la pandemia de COVID-19, el aumento  de la violencia política y social luego de la salida de más de 1,500 presos comunes, entre  los que se encuentran criminales acusados de violación y asesinatos de mujeres.

La violencia política del Estado con el montaje de un sistema represivo desde mediados de  2018, se ha visto reflejado en la forma atroz con que han ocurrido los asesinatos a mujeres  en general y en un aumento de la saña con que han eliminado a niñas y adolescentes.

Durante el 2020, 12 niñas y adolescentes fueron víctimas de femicidio en Nicaragua, 6 de  ellas eran niñas entre 4 y 13 años. Y en mí solo resuenan las palabras de Rita Segato, “la  ocupación depredadora de los cuerpos femeninos o feminizados se practica como nunca  antes.” No nos olvidemos de que, las expresiones de violencia mandan un mensaje claro y  conciso a todas las mujeres “esto es lo que te puede pasar solo por el hecho de existir en  tu cuerpo”. La violencia es un dispositivo de control. El miedo, las niñas lo perciben, se les  instala en el cuerpo.

Entre enero y octubre del 2020, el Observatorio por la Vida de las Mujeres reportó 86 casos  de violencia sexual que aparecieron entre las principales noticias de los medios nacionales.  Entre las víctimas se encuentran 42 niñas y adolescentes, lo que representa el 49% del  total de denuncias. De esto, el Estado patriarcal, machista, misógino, capitalista y racista,  es cómplice.

Para noviembre del 2020, ya había 70 casos de femicidios y en siete de los casos, el abuso  sexual se reflejó como un patrón previo al asesinato, siendo nuevamente las menores de  edad las principales víctimas.

La ONU considera que, a nivel mundial, cada cinco minutos una niña muere a causa de  algún tipo de violencia ya sea física, emocional o sexual. Cada vez más niñas en edades  entre los 0 y 14 años, están expuestas al femicidio. La violencia es la segunda causa  principal de muerte entre las niñas adolescentes a nivel mundial. Necesitamos pensar en  cómo se traduce esto a sensaciones corporales colectivas de miedo.

Los femicidios cada vez son más por falta de medidas de prevención y protección efectiva  a la víctima, para lo cual proponen como reto, “repensar las maneras de cuidado, no sólo  para evitar la violencia doméstica sino para evitar la transferencia de esa matriz  comportamental a las hijas e hijos”.

La pobreza, desigualdades, exclusión social, falta de acceso a servicios públicos y  oportunidades, sumados a instituciones públicas débiles y la violencia estatal generalizada,  han facilitado la continuidad y el recrudecimiento de la violencia experimentada por niñas y  adolescentes en el país.

Las niñas y adolescentes que quedan en situación de orfandad por el asesinato de su madre  a manos de un hombre cercano, con frecuencia conviven con las consecuencias del trauma  por el hecho atroz, y esto tiene consecuencias en su salud mental y física a largo plazo. Sus  estados de salud van mermando, muchas veces dejan de estudiar, no comprenden lo que  sucede y no logran procesar en el cuerpo lo acontecido. Y el más grave de los problemas  es que no existe un plan reparatorio para ellas, cuando le correspondería hacerlo al Estado.  Son las víctimas olvidadas de los feminicidios. Están en el desamparo.

La violencia contra las mujeres, las niñas y las adolescentes debería ser motivo de  vergüenza para nuestra sociedad y todas las sociedades a nivel mundial. La deuda social  que tenemos con las niñas y las adolescentes es enorme, y no la podemos eludir.

Necesitamos nombrar y reconocer que, en Nicaragua y Latinoamérica, las actitudes y  prácticas sociales y culturales justifican la violencia. Los elevados niveles de violencia están  relacionados a las desigualdades y la exclusión social en toda la región, así como a la visión  patriarcal de la cultura.

Es necesario que tengamos a nivel colectivo un enfoque de derechos en el abordaje de la  violencia, que se traduzca en que las niñas y las adolescentes sean respetadas y  reconocidas como sujetas de derechos, y que la dignidad y la integridad física y psicológica  de las mismas sean protegidas y reconocidas.

Por tanto, es necesario exigir a este Estado capitalista y patriarcal:

– Que asuma la responsabilidad enorme que cae sobre sus hombros por la  reproducción y el sostenimiento de la violencia contra las mujeres y las niñas.  – Que reconozca la violencia contra las mujeres, las niñas, las adolescentes, como un  problema de Salud Pública. 

– Que asegure la recopilación de datos sobre la prevalencia, factores de riesgo y  consecuencias de la violencia.

– Poner en movimiento estrategias de salud pública para cambiar las normas sociales  y los comportamientos ligados a la violencia y proporcionar una intervención  temprana para esta población en riesgo.

– Brindar atención y acompañamiento integral a las sobrevivientes de violencia sexual,  sabiendo que esta usualmente es una antesala a la expresión máxima de violencia,  que es el femicidio. Así mismo, asegurar programas de acompañamiento a las niñas,  niños y adolescentes que quedan en situación de orfandad a consecuencia de este  acto atroz.

– Asegurar la identificación temprana, atención de urgencia y servicios adecuados de  salud sexual y reproductiva, evaluación del peligro, planificación de la seguridad,  atención en salud mental, y remisión a servicios de apoyo jurídico y social.

Citando a Sonia Frías, del Centro de investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM: “El  fenómeno del feminicidio no debemos verlo como algo aislado de otras expresiones de  violencia de género en contra de las mujeres; si nosotros erradicamos, prevenimos,  atendemos y sancionamos cualquier forma de violencia hacia las mujeres estaremos  contribuyendo a que la forma más extrema, que es el feminicidio, no se produzca”. 

Por las niñas y las adolescentes asesinadas: ¡Presentes! Seguimos luchando por ustedes.

Por las niñas y adolescentes violentadas sexual, física y emocionalmente; por la infancia  dulce y libre que se merecían y les arrebataron: ¡Presentes! Seguimos luchando por  ustedes.

¡Justicia, reparación y no repetición!

Sobre la autora: Yajaira Dominique Gutiérrez, Psicóloga y Activista Feminista.